martes, 21 de septiembre de 2010


Nunca supe bien qué ocurrió aquella vez. Sólo sé (o pretendo quizás nunca no sé saber recordar apagar Bettie Page) que yo estaba en mi puesto habitual durante los atardeceres bonaerenses. Se me había hecho una costumbre irrevocable pasar al menos una horita después de mi salida laboral sentado en alguna puerta de alguna avenida transitada. Con una libreta pequeña que decía “Protesta de rumores”, y una lapicera azul, tomaba nota de cosas interesantes, tanto conversaciones parciales como cualquier cosa que se me cruzara y considerara digna de aparecer en mi librea. Claro que todo (absolutamente) iba a mi libreta, al menos para mi todo es interesante, así que estaba siempre escribiendo, superponiendo y entremezclando las cosas que mis sentidos captaban, siempre aflorando a mi buen uso de memoria de corto plazo.
Lo ideal hubiera sido crear una serie de libros (111xx111xx11111111x) sin mucho sentidO!sdzxcasd9wqe, pero que entretuvieran. Al tener tantos colores, conversaciones, objetos, personas, no-personas, aires, músicas, sería una lectura rápida y olvidable, pero buena mientras durara.
El día anterior a mi problemática filosófica (la cuál será tratada dentro de unas líneas, o párrafos, o nunca) lo había pasado con mis padres. Yo me había independizado, o al menos eso quería aparentar. La realidad era que apenas podía cocinarme arroz, pero necesitaba (y mis papás también) esa separación. Con mis padres charlamos sobre cosas intrascendentes, les conté de mi nuevo hobbie de pasar las tardes registrando la humanidad y sus invenciones y ocurrencias, y ellos me comentaron que finalmente se habían decidido a comprar el Kamasutra Versión Ancianos. Charlamos, bebimos vino, comimos carne ensangrentada de la vaca que más había sufrido en el matadero, y vimos una película. Ni siquiera recuerdo bien el nombre… Creo que era algo como “El señor de las sortijas”, o alguna paparruchada así.
En un momento dado, mis padres me advirtieron de la existencia de una callejuela sobre la cuál siempre ocurrían cosas raras. Qué clase de cosas raras, no me lo aclararon. Pero como me independice y me importa todo tres carazos porque soy re-adulto, me fui para allá aquél día nefasto del comienzo de mi problemática filosófica. Con mi libreta y mi lapicera me senté en uno de los tantos portones derruidos, y me propuse observar y tomar nota.
No pasaron demasiados minutos hasta que una hermosa mujer salió de una casa. Llevaba un vestido rojo demasiado elegante para ésta ciudad y esas circunstancias. Tomé nota y observé que ella también me miraba. Se me acerco despacio, desesperantemente lentamente, y cuando la tuve a pocos centímetros, me guiño un ojo. Fue en ése momento que vi cómo mi libreta comenzaba a levitar. “¿A dónde mierda me mandaron mis papás?”, pensé. Luego fue un brillo verdoso. Y finalmente, esto que soy ahora. No hubo dolor, ni molestias. Al contrario, la transición fue más bien excitante y divertida. En resumidas cuentas: Lo que la mujer de cabellos castaños hizo fue transformarme. No sé si es la palabra, pero tampoco me importa demasiado. Cada cosa que había anotado en mi libreta, en eso me convertí. Cada una de mis partículas están repartidas en eso que anoté. Todo. Soy desde un tacho de basura, hasta el culo enorme de una señora que hace las compras. Es bastante divertido. Lo único que lamento es no tener una lapicera ni una libretita en la cuál anotar lo que observo. Bueno…eso, y el hecho de que no puedo moverme.

0 comentarios:

Publicar un comentario

A ver quién habla de mi.