martes, 21 de septiembre de 2010

Imaginate




El joven imaginador apuntaba con su dedo índice, a modo de arma de fuego. Él sabía que si creía que los lastimaba, los lastimaría. Sus ojos entrecerrados, su cuerpo tenso y listo para cualquier movimiento necesario eran un indicio de su ardua preparación.
Los pequeños soldados de color verdoso empezaron a movilizarse. Con cautela, asustados (debían estarlo).
El niño podía leer en los rostros de sus enemigos, sus historias. Sus familias, sus casas, sus mascotas, sus alegrías y tristezas, su ruido y su silencio, su luz y su oscuridad. Pero no le importaba. Estaba listo, y no iba a echarse para atrás.
Los soldados estaban a pocos metros del joven. Ya estaban casi a la mitad de la alfombra rojiza que hacía el papel de un campo de batalla. Ya se miraban a los ojos, azules, verdes, marrones, y blancos. Nadie podría escapar. Silencio, sudor, y terror.
Una luz blanca se prendió en el techo, provocando la desaparición instantánea de los enemigos, y una molestia en los globos oculares del niño. Una cerradura que se abre, un hombre de blanco aparece, y le hace ingerir un color al pequeño. Lo acuesta en la cama, y ajusta las correas. Una cerradura que se cierra, y el olor a farmacia del hombre de blanco.
El jóven imaginador recorre las paredes acolchonadas con los ojos. Ésos malditos soldados seguro lo atormentarían mañana también.

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