martes, 21 de septiembre de 2010

Aquella tarde~



Mientras mis padres se iban a trabajar, yo pensaba profundamente en qué hacer en esa mañana, dado que no iba a ir al colegio. Al escuchar cómo se cerraba la puerta de calle, me levanté medio dormido, e inicié mi camino hacia el baño, a lavarme la cara. Un poco más despabilado, prendí la televisión. Nada nuevo, y (quizás) nada original. Los noticieros transmitían noticias desgarradoras que, desgraciadamente, ya eran costumbre. Los dibujos animados actuales no sirven. Los de antes eran graciosos, entretenidos, y eran una crítica constante bajo línea para los gobiernos y los dirigentes estadounidenses. Ahora se tratan siempre de situaciones idiotas, de personajes idiotas, que adoran la ideología fascistoide yankee. Los deportes no me gustan, así que los salteo rápidamente. Apago la televisión, y me voy al pasillo de mi casa. Monótono, monocromo, pero cálido. Moviendo los ojos sin sentido, para cualquier lado, encuentro las rejas que protegen las ventanas de la vecina. Son tan grandes, y tan fuertes. ¡Y están tan alejadas del suelo! Una suerte de peligro. Quizás por que la idea de subirme ahí y balancearme, poniendo a prueba mi fuerza y determinación sea tan estúpida, peligrosa e infantil, que me llama la atención. Como sea, salto la delgada pared que nos separa, y me arrodillo en un pequeño techito, de color rojo apagado, y derruido, el cuál estaba a unos dos metros de la reja de la ventana: mi objetivo más inmediato. Ése techito había sido testigo, días antes, de una guerra entre jóvenes intrépidos. Las únicas armas: huevos. Estaba todo (incluyéndome) asquerosamente pegajoso, y sucio. Escucho a algunos chicos jugando con agua, y aparentemente uno de ellos me ve ahí, subido al techito, agazapado y con cara de desquiciado, y el pequeño engendro no tiene mejor idea que avisarle a sus amigos, y empezar a tirarme, a modo de catapulta, muchos globos llenos de agua, los cuáles explotan al chocar contra la pared, y mojan mi persona y el terreno en el cual me encontraba.
Intrépidamente intento el salto, en realidad sin mucha esperanza, ya que microsegundos antes de impulsarme para el salto felino, mi pie izquierdo había resbalado, y me había quitado mucha velocidad. Quedé suspendido en el aire, con la mente en blanco, hasta que reaccioné a extender mi mano, y agarrar la reja. Quedé colgado de una mano, y pronto quedé con las dos. Me apoyé en una especie de escalón debajo de la ventana, y me quedé ahí, sosteniéndome. Empecé a pensar en cosas que nunca antes había pensado. O que no recordaba. No recuerdo ahora.
Pensé en que quería tener dos hijos. O mejor tres. Pensé que quería ser pianista. Vivir la vida de una manera bohemia y tranquila, dándole a mis hijos y a mi pareja lo que quisieran. También pensé en cómo tenían sexo las víboras. Llegué a la fantasiosa conclusión en la cual la cabeza del animal se transformaba en su miembro reproductor, y que en el caso de las hembras, se abrían como una concha (¡Qué ironía! Pero me refiero a las conchas marinas), y entonces el macho-cabeza-de-miembro-reproductor-masculino se introducía dentro, y veía cosas de color azul oscuro, amarillo limón, y violeta medio. Y entre medio de todas esas líneas anexas de colores independientes, llegué a una conclusión:
Ya sea una voluptuosa adolescente, un perro de sexo masculino siendo sodomizado por otro perro del mismo sexo, tu dios, el dios de aquel, las tortas de cumpleaños, la cpu, las películas clase Z, Hollywood, la música country, Arnold Schwarzenegger, tu madre, el suicidio, los juegos y pasatiempos, Britney, Perú, los fósiles, los juguetes (o chiches), los souvenires, Francia, las fiestas de cumpleaños, la cerveza, la marihuana, los zapatos, el sexo, el terror, un grupo de adolescentes precoses con una incontenible intención de penetrar lo que sea: metal o carne, los bares, los instrumentos musicales, y la infinita variedad de objetos materiales existentes en el Universo, todo eso y, quién sabe, tal vez más, es inferior a mi. Soy un ser supremo. Soy, en realidad, TU ser supremo.
El tiempo transcurrido mientras pensaba estas cuestiones pasó rápido y en cantidad. Y al darme cuenta, mis manos se estaban resbalando. “Uh, qué mierda”, pensé, y luego caí. Me pareció caer lentamente, pero no sé. Una vez en el piso, no quise o no pude moverme. Como antes, no recuerdo. Lo que sí recuerdo, es como todo se me nublaba. Y tenía sueño. Producto de la pérdida de sangre, seguro. Pero yo no sentía sangre. O no la veía, en todo caso. En fin. El punto es que giré mi cabeza, y entonces sí ví ese líquido viscoso, pegajoso y rojo. Extrañamente, salía de mi cabeza. Mi pequeña, y perpetrada cabeza. Me debí haber pegado muy fuerte al caer. Supongo. Siempre esperé que mi muerte inminente fuera algo que la gente recordara. Que dijeran: “Pucha, se hizo pelota, pero nunca me voy a olvidar”. Aparentemente no será así. Sumergido nuevamente entre mis pensamientos cada vez más cambiantes, debido a la pérdida de memoria, llegué a una nueva, aunque bastante obvia conclusión: Voy a morir. Inevitablemente. Invariablemente. Bueno, qué se puede hacer. Al menos ya sé que no tengo que jugar con las rejas de las ventanas de los vecinos.
Huh, se abre la puerta de la calle. Mis padres estarán próximos a entrar en casa, y también a ponerse increíblemente histéricos, deprimidos, y finalmente con ánimos suicidas, espero. Bueno, ¿qué puedo hacer yo ahora? Nada.
Basta de pensamientos sin pies ni cabeza. Me rendí, y me dejé morir. Sí. Lo último que recuerdo, si es que de verdad pasó, (tal vez estaba alucinando), fue el grito agudamente penetrante de mi madre. Un último escalofrío antes de morir: Mi madre gritando agonizantemente, para desgarrar mis tímpanos sangrantes.

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